Era de esas personas que iluminaban el lugar al entrar.
Jorge, vecino de Buñol (Valencia), tenía una energía contagiosa, una sonrisa que desarmaba y una pasión que lo acompañó toda su vida: el baloncesto. Lo suyo no era solo un hobby, era un amor verdadero. Jugaba con orgullo en el Club Baloncesto Turís, donde sus compañeros lo describen como un jugador entregado, alegre, con un espíritu competitivo pero siempre noble. “Era de los que te animaban incluso cuando tú fallabas”, dice un amigo de equipo.

Casado y padre de dos gemelos de 14 años, Jorge vivía por y para su familia. Sus hijos eran su motor, su razón de ser, su mayor victoria. “Era un padre cariñoso, atento, el tipo de persona que se levantaba con una sonrisa y se acostaba dando las gracias por tenerlos”, cuenta su esposa, con los ojos nublados por el recuerdo.
El día que todo cambió comenzó como un día cualquiera. Había terminado su jornada y se disponía a volver a casa. Conducía su Ford Focus, probablemente con la radio puesta, pensando en cenar en familia o en el próximo partido del fin de semana.
Pero la naturaleza tenía otros planes.
Una tromba de agua —tan violenta como inesperada— cayó sobre la comarca con una fuerza que nadie había visto en años. Las carreteras se convirtieron en ríos, el cielo se cerró, el viento rugía. Jorge, como tantos otros, quedó atrapado por la tormenta en pleno trayecto.
Intentó mantenerse sereno, buscar refugio, quizá encontrar una salida. Pero el agua subía demasiado rápido. En cuestión de minutos, el coche quedó rodeado, sin posibilidad de avanzar ni retroceder.
Y así, el hombre de la sonrisa imborrable, el jugador de baloncesto que todos admiraban, el padre ejemplar, no volvió a casa.
La noticia cayó como un mazazo en Buñol y en Turís. En el club, el silencio se volvió insoportable. Los compañeros dejaron flores sobre la cancha, junto al balón que llevaba su nombre. En su silla vacía, una camiseta con el número 9 colgaba en señal de homenaje.
“Su sonrisa era su sello. Siempre feliz, siempre animando a los demás”, dice su entrenador. “No hay nadie aquí que no lo recuerde con cariño.”
Sus hijos, dos adolescentes que aún intentan comprender lo que pasó, heredaron esa misma sonrisa. “Papá estaría enfadado si nos viera tristes”, dice uno de ellos. “Nos diría que juguemos, que sigamos, que la vida hay que vivirla.”
Jorge fue uno de los 229 fallecidos en aquella tragedia que golpeó a toda una región. Pero más allá de las cifras, su historia es la de un hombre sencillo, alegre y generoso, que dejó una marca imborrable en todos los que tuvieron la suerte de cruzarse con él.
Hoy, su recuerdo sigue vivo. En cada canasta, en cada risa, en cada rayo de sol que atraviesa las calles de Buñol, alguien vuelve a pronunciar su nombre con una mezcla de tristeza y gratitud.
Porque hay sonrisas que ni la lluvia más fuerte puede borrar.
Y la de Jorge… será eterna.